Paseaba por paisajes de Kundera, invitado por los rostros eslavos de la orquesta Cappella Istropolitana, encargada de abrir el 31 Festival de Música de Canarias en La Palma. Era un domingo de enero en el Teatro Circo de Marte y yo conversaba con Tomás y Teresa, en los jardines de su aburrido balneario. Admiraba las largas piernas, el bombín de Sabina… cuando al trompetista de barriga prominente comenzaron a escapársele notas, melodías, rostros desconcertados… Me sacó del escenario, de la novela y del concierto.
A partir de entonces, todo el trompetista resultaba patético: Su calva. Su insistente chupeteo del labio superior. Su arrítmico bailoteo.
Tras el descanso volvió el trompetista que, con su aspecto de funcionario stalinista, flanqueado por violines, violas y chelos, todos pálidos y de ojos azules, se cuadró en pose marcial. Estábamos de nuevo en la Praga de los sueños primaverales, sacrificada por Edipo, con sus músicas militares y uniformes que salpican espuma de cerveza, brindando por la invasión… Y en esto llegó Dvorak para convertir el teatro en un balneario blanco y silencioso, con las muertes anunciadas en Venecia. Y nos sacó de paseo por Budapest, con Sàndor Márai, en busca de su Mujer Justa.
Murió de pie, sí, pero no fue solo por dignidad, que también. Se mantuvo en posición vertical ya cadáver por no tener donde caerse muerto. Y eso sí que fue por honradez, un extraño don que le transmitieron sus antepasados.