redeconstruirme

Empiezo de nuevo

y bromeo con la eternidad

aunque parasiempre y yo nunca simpatizamos

Puede que pronto vuelva a desmontar todo

por puro placer de reiniciar

Salir de lo conocido

aunque sea bueno

para aventurarme a la nada

convencido de que también podrá resultar habitable

A veces preciso huir del calor

tiritar de frío

volver a colgar los pies sobre el abismo

sentir el viento

resecarme la cara

Morir de miedo

y renacer

sin más

Se me atragantaron las palabras

las letras se apelotonan

desordenadas

incapaces de describir imágenes

las emociones

el horror

que ya se anunciaban inolvidables

de digestión pesada

inasumibles

 

Revoloteas

estás pero no te miro

Aunque sé que de todas formas vendrás

sin cita previa

Darás un golpe en la mesa

y todo saltará de nuevo por los aires

recuerdos y vísceras girando ingrávidos en madrugadas sin sueño

 

Cuestión de tiempo

lo cotidiano volverá a imponerse

cada esquina encontrará su pieza

 

Lo que no mata, engorda

y ayuda a rodar más fácilmente

el patio

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Claudia Hass

Cuando el techo de la casa empezó a supurar aquel líquido oscuro por las paredes del patio, todos vomitamos improperios al último contratista que nos había cobrado un dineral por colocar la tela asfáltica. Vaya gracia, protestamos. La instalamos para que no se mojara por las lluvias y el remedio acabó por fastidiar la casa. Así que no tardamos en trasladar nuestras quejas al encargado de la cuadrilla.

Como era de esperar, lo primero que hizo fue cuestionar lo que le contamos pero, a fuerza de insistir, vino a comprobarlo. Aún así, no quedó conforme. “En 15 años que llevo arreglando cubiertas por toda la ciudad, jamás he tenido una queja”. Lo que dicen todos, murmurábamos nosotros.

A pesar de la voluminosa barrigota, el obrero trepó con agilidad a inspeccionar el techo. Sin parar de cabecear, no dejaba de repetir: “Esto no tiene que ver con la obra que hicimos.” Tanto, que no nos quedó más remedio que superar el pánico a aquella escalera inestable para comprobar con nuestros propios ojos lo que pasaba allá arriba.

La verdad es que la tela asfáltica estaba impecable. Ni arrugas ni zonas descubiertas. Mirando con atención, aquella baba asquerosa salía de los muros, pero tampoco se nos ocurría ninguna otra explicación para esas chorreras que se deslizaban por las paredes. Así que no nos quedó otra que enrocarnos en exigirle que lo repasara bien.

Después de dos días remachando, aquello no mejoró. La pared seguía rebosando aquel pegoste negro.

El contratista no se dejó intimidar más por nuestras protestas, para las que ya nos habíamos desarmado de argumentos. Dijo que se trataba de un problema estructural y a eso nos aferramos para reclamar a la compañía de seguros que se encargara de localizar el origen de las misteriosas pintadas de estalactitas y, sobre todo, de ponerle fin.

La contrata picoteó las paredes y ahí empezó lo peor.

En pocos minutos la pared acabó de teñirse totalmente de negro, primero. Como una lava fría descendió muro abajo hasta acabar cubriendo el suelo del patio. La nata espesa no se quedó ahí para siempre, siguió corriendo hasta encontrar el sumidero que, no sin dificultades, la fue tragando lentamente.

La pared continuó cambiando de color. Al negro, le siguió un líquido azul. A éste, otros verde, rojo, naranja, amarillo… Y todos fueron dejando su impronta en los muros del patio de la casa.

Por el inmueble desfilaron obreros, aparejadores, arquitectos, ingenieros… Escuchamos todo tipo de explicaciones más o menos técnicas, con más o menos fortuna cientificista.

El perfil de los asesores cambió notablemente cuando además de colores, de los muros comenzaron a salir sonidos, ecos de voces que costaba distinguir. Hacía tiempo que la situación era inquietante, pero esto ya se había convertido en un guión de serie B.

Fuimos desplazados poco a poco por los nuevos habitantes. Desde que comenzó el fenómeno, instalamos a los niños en casas de familiares y amigos. No nos fiábamos de la salubridad de aquellos líquidos de colores. Cuando aparecieron las voces ya nadie se atrevió a dormir allí. Salimos todos. Como mucho, entrábamos con alguien que quisiera descifrar los mensajes y el enigma.

Todos los frikis esotéricos de la ciudad y alrededores pasaron por allí, empezando por el cura del barrio. Los más osados hacían rituales para expulsar de la casa a presuntos seres de no sé sabe qué procedencia. Otros querían salvarlos, liberarlos de su karma. Estaban convencidos de que se trataba de almas atrapadas entre las piedras durante siglos. Había quienes salpicaban el recinto de agua bendecida y palabros impronunciables. Ni que decir tiene que ninguno de esos vendedores de brebajes de eterna juventud resolvió el problema.

Por mi parte, tampoco llegué a explicármelo nunca, la verdad. No conseguí construir ninguna teoría que mínimamente me convenza. Ni siquiera en la intimidad. Me limito a ir de vez en cuando por la casa, me siento en el patio y escucho aquellas voces. Me hace bien. Me transporta a la infancia, cuando jugaba entre aquellas paredes, con el sonido de fondo de las conversas de los mayores, que tampoco entendía, pero me hacían sentir acompañado.

rota

CLAUDIA 1

Claudia Hass

Ya no sabía si era una virtud o un defecto. En más de una ocasión le había salvado la vida o, al menos, le servía para ahorrarse situaciones desagradables, incómodas. Claro que, tampoco se paró nunca a valorar cómo se sentían los demás cada vez que lo hacía.

Irse por las ramas siempre fue su estrategia preferida. Ese empeño en evitar la realidad, en no mirarla a la cara. Como si las situaciones fueran demasiado complicadas, que lo son, y necesitara tomarse un tiempo para pensarlas, detectar las variables y sopesarlas una a una.

Otras veces simplemente huía. Sin teorizar. Se aburría de la complejidad, de la monotonía de los conflictos, siempre los mismos, repetitivos, incansables, agotadores.

Era uno de esos tics que adquirimos desde pequeños y, a fuerza de resultados satisfactorios, los interiorizamos de tal modo que dejamos de ser conscientes de qué y cómo actuamos. Ni para qué.

Y cuando ya nadie creía que se le iba a quitar la jodida costumbre, ¡zas!, se le rompe la rama. Sí, la verdad, a todos nos dio pena. Por muy hartos que estuviéramos de que jamás contestara de forma clara y contundente, que siempre diera mil vueltas o cambiara de tema y corriera a sus rincones habituales, aquel fue un momento complicado. A nadie le agradó ver que se quedaba en blanco, sin argumentos, y que, por fin, no le quedaba más remedio que saltar y confiar en el poder de sus propias alas, con las que, esta vez sí, se largó volando para siempre.

Acabamos echándolo de menos. Al pájaro y a la rama. Quedaba tan bonita. Sobre todo cuando florecía.

sin tiempo

Ve la lluvia a través del cristal de su ventana. Se siente protegida del frío de la intemperie. De las gotas. Del viento. Se siente segura y capaz bajo su techo. Capaz de afrontar lo que queda de día, de semana, de año, de vida. Tiene un lugar del que partir. Un lugar al que volver.

Vuelve a mirar la lluvia pero algo ha cambiado. El cristal ya no le protege. La ventana no le defiende del frío ni de las gotas ni del viento. Se siente insegura, así, sin techo. Incapaz de afrontar lo que queda de día, de semana, de año, de vida. No tiene ningún lugar del que partir, ningún lugar al que volver.

Hogar, dulce hogar

Hogar, dulce hogar

Esta semana, más de un año después de sacar esta fotografía, escuché al alcalde de la ciudad asegurar que trabaja concienzudamente para evitar que estas personas vivan en estas condiciones aunque, matizó, no sabe cuándo lo va a lograr.