«bike», entre la pastilla y la pared

Me da repelús tomar pirulas. Mucho más si me las recetan para todos los días y de por vida. Así que con el colesterol «familiar» que arrastro desde siempre llevo décadas explotando la inestabilidad de las plantillas médicas en la Sanidad Pública: cada año que repito la analítica pertinente me toca un médico distinto. Esto me permite vender una y otra vez la promesa de controlar la alimentación y hacer ejercicio de forma regular.

Sé perfectamente que la cosa no va de dietas, apenas consumo grasas y hasta evito helados, postres y chocolates (valeeee, sí, a veces me relajo). Con lo de hacer ejercicio me pongo puntualmente después de cada analítica y, también puntualmente, me aburro al mes o mes y medio, aproximadamente.

A cuenta de la pandemia, me salté la prueba un año y puede que mi cuerpo echara en falta el habitual mes y medio de ejercicio: el colesterol se disparató. A esto se sumó que a uno de mis sobrinos no se le ocurrió mejor idea que tener pareja cardióloga. En plena cena navideña me amenazó con un infarto inminente. O dos. Perdí la cuenta de los finales desagradables que acabé visualizando. Tener imaginación juega malas pasadas. Ser aprensivo, también.

Así fue como me vi entre la pastilla y la pared. Con todo, encontré un remedio de herbolario que, rebuscando en internet, tenía los mismos posibles efectos secundarios que la medicación oficialista.

Como para algunas cosas soy especialmente cabezota -solo para algunas, menos mal-, seguí buscando planes B, C… X. Tenía enfrente una cifra disparatada y una cardióloga recalcitrante, así que subí mi apuesta y me apunté a un gimnasio. Esos lugares donde la gente levanta peso sin ninguna finalidad práctica, donde caminan y corren para llegar a ninguna parte, nadan hasta un lugar para dar la vuelta y regresar al mismo sitio del que salieron… Y sí, también pedalean sin moverse del sitio.

No sé con qué criterio, y mira que le subrayé el dato de mi avanzada edad y también mi cero interés en ponerme cachas, pero el entrenador que me atendió al llegar a las instalaciones me recomendó sesiones de bicicleta, que en estos espacios artificiales se empeñan en llamar con términos anglosajones. Me recomendó otras cosas que no alcancé a entender y tardé cero coma en olvidar.

Así las cosas, se me ocurrió empezar este domingo lluvioso con una sesión de esto que llaman “bike”. A estas horas de un festivo, quienes vamos a estas cosas sumamos un puñado de décadas. La gente joven duerme, de resaca o porque sí, sin más.

En una sala semioscura, una pantalla se chiva en directo de cuanto pedaleas. Una monitora grita entre músicas atronadoras. Quién me mandaría a mí, no dejo de preguntarme, si lo sabía antes de venir.

Esa mujer lanza consignas que me trasladan a lo peor del cuerpo-máquina que me empeño en desmontar: “No te rindas, resiste”. “Te duelen las piernas, pero aguanta”. “Aprieta los dientes” (pero si a mí lo que me duele son las piernas. La espalda también). “Mantén el ritmo, recuerda a qué viniste” (no dejo de preguntármelo). “El esfuerzo valdrá la pena, te llevarás la clase” (eso me temo, en dolores).

En la pantalla, mi ritmo de pedaleo se mantiene en verde. Por debajo solo queda el azul, que luzco de vez en cuando. El resto va con valores siempre más altos, en colores más intensos. Me alivia comprobar que los números no coinciden con las bicis, me siento un poco menos señalado. Aunque debe ser fácil descubrirme.

A veces grita “a bailar”. A la tercera asocié que significaba pedalear de pie. Lo intenté un segundo, sin éxito. El corazón intentó abandonarme por la boca avisándome: pasa de colorcitos y porcentajes, vete a tu bola, sin más. Como por el carril bici de la ciudad baja. Ni se te ocurra subir a Escaleritas pedaleando, chavalote.

Imaginaba este relato para sobrevivir a los 45 minutos de tortura sobre una bici sin ruedas que no me llevaba a ningún lugar.

Llegué a casa colorao, como hace 50 años salía de la gimnasia del cole, cuando corría en un campo de fútbol de tierra detrás de un balón que nunca alcanzaba. El que mis compañeros tampoco me pasaban, algo que en el fondo agradecía, pues ni supe nunca para qué lo quería.

#frikadas

#relatos

infiernos educados

Aquel día el infierno tocó en mi puerta y le agradecí que fuera un infierno educado, porque todo el mundo sabe que los infiernos son más de colarse sin invitación, de pringarlo todo sin que te des cuenta hasta que, de pronto, te saltan a la cara y te comen la boca. Y las certezas.

 

imagen: Mónica Palacios

sin más

Se me atragantaron las palabras

las letras se apelotonan

desordenadas

incapaces de describir imágenes

las emociones

el horror

que ya se anunciaban inolvidables

de digestión pesada

inasumibles

 

Revoloteas

estás pero no te miro

Aunque sé que de todas formas vendrás

sin cita previa

Darás un golpe en la mesa

y todo saltará de nuevo por los aires

recuerdos y vísceras girando ingrávidos en madrugadas sin sueño

 

Cuestión de tiempo

lo cotidiano volverá a imponerse

cada esquina encontrará su pieza

 

Lo que no mata, engorda

y ayuda a rodar más fácilmente

emociones

El frío se nos cuela por las piernas y trepa rodillas arriba.

La tristeza se nos posa en la cabeza y se deja derretir, cuerpo abajo, como cera de vela, como chocolate caliente.

El miedo nos muerde la espalda, a la altura de los riñones.

El frío, la tristeza, el miedo avanzan cuerpo adentro, pretenden instalarse en nuestros huesos. Si lo consiguen, si no los sacudimos a tiempo, entonces sí que estamos jodidos.

tarde de domingo

La tarde de domingo se pliega, como todas
como retroceden las olas al llegar a lo más alto de la orilla
lo más lejos que saben
que pueden
se atreven
según la hora
según la ola

Y en cualquier trinchera
dos gametos se juntan y fecundan
para ser paridos en cualquier barricada
para echar a andar entre la balacera
intentando volar entre misiles.

egómetro

Hace mucho que estoy por inventar instrumento tan necesario. Me empeño por puro altruismo y mucho de salud mental. Como no me motiva hacerme rico con la patente, regalo mi invento a quienes quieran darle uso. Ojalá sean multitud.

Sin ánimo de caer en defenestrados psicologismos, no me negarán la necesidad de una herramienta que ponga freno a las inútiles y aburridas batallas que dinamitan tantas convivencias y proyectos, que tanto animan -al menos a mí, confieso- a un retiro anacoreta, alejado del mundanal absurdo grupal. Lo hago como penúltimo intento, antes de rendirme y tirarme definitivamente al monte, aunque preferiría una playa desierta, la verdad, si quedaran o quedasen.

Me concentro en la búsqueda de algo que reubique los egos para que adquieran una dimensión realista de sí mismos, con el objetivo de pasar al consciente de cada cual sus propias limitaciones, sin que por ello deban menospreciar sus virtudes que, seguro, son muchas, como la de cualquier otro hijo o hija de vecina.

Tras observar numerosas reuniones de tres o más personas, opto por descartar el diseño de un mero medidor de egolatrías. Esa función ya la ejercen las constantes meadas, el famoso “a ver quién mea más alto” en cualquiera de sus modos rituales. Cuando se trata de grupos exclusivamente masculinos, las consabidas mediciones pasan a ser fálicas en sus múltiples modalidades: a ver quien tiene el coche más grande, el salario con más dígitos, el historial sexual más largo… Entre otras muchas formas de competir que es capaz de inventar una mente cuadriculada por el género masculino.

Así que mi aportación al empeño de vivir en sociedad de la especie humana ha terminado por concretarse en las siguientes instrucciones:

1. Practique preferiblemente cada mañana, al poco de levantarse, tras la ducha matutina.

2. Sin vestirse aún, mírese al espejo. Haga un recorrido por su cuerpo y transmítale agradecimiento. Al fin y al cabo es el único que tiene, el que siempre le acompaña. Hágale un guiño a sus curvas o planicies, a su brillo o a sus arrugas. Siéntalo suyo, siéntanse uno.

3. Mírese a los ojos y enumere sus deseos. Sus deseos y capacidades. Márquese los objetivos de la jornada. No permita que la ensoñación le acabe provocando frustración al final del día. Tampoco deje que la modestia lo deje rumiando todo lo que pudo haber hecho y no hizo. Sacúdase todas las etiquetas, las suyas y las ajenas. Que nada ni nadie le condicione.

4. Vuelva a su cuerpo, aún desnudo. Acariciése. Desde el pelo, la cara, recorra su cuello, baje por los pechos o pectorales, la barriga. Cruce por sus costados, hasta alcanzar sus glúteos. Busque camino entre ellos, recorra su esfinter. Sí, sin pudor, no pasará nada. Hágalo con la firmeza necesaria para adentrar su dedo en la terminación del colon. Con un poco bastará. No es preciso entretenerse.

5. Huela su dedo y procure conservar todo el día el aroma que lo impregna. Así recordará que, por dentro, todos y cada una llevamos una buena porción de mierda.