mi rutina

Sonó el despertador de mi rutina. Se levantó siguiendo el ritual de cada día y tomó rumbo directo a la ducha. Desde la cama escuché sus trasteos de desayuno y la puerta al salir dos veces, como de costumbre, contando la vuelta a buscar ese algo que siempre deja atrás.

Me mantuve envuelto en el calor del edredón, sintiendo su estrés mañanero a lo lejos, preguntándome qué día podría ser hoy y con qué llenarlo.

La visualicé arrancando el coche, sorteando caravanas, discutiendo noticias con la radio, dando vueltas en busca de aparcamiento para fichar mirando la hora justa de llegada… Mientras me quedaba en casa, a solas con el silencio, el abismo de la agenda vacía y los  avisos del cuerpo entumecido por la inactividad.

Con todo, los primeros días fueron los más fáciles. Bastó con dedicarme a todo lo que siempre abandoné por falta de tiempo. Se pasaban las jornadas volando y cuando me daba cuenta, mi rutina ya estaba de vuelta. La acompañaba a almorzar, viendo como engullía la comida a toda prisa, con la mirada perdida en el televisor, regurgitando desencuentros laborales.

Enroscados en el sofá nos obsequiábamos una tregua, entre noticieros repetitivos que solo dejas de escuchar cuando por fin alcanzas el quinto sueño.

Seguimos igual durante una buena temporada. O casi igual. En breve dejé de oír su despertador, abría los ojos con el olor del café. Al poco, con el primer cierre de la puerta. Luego, solo con el segundo.

Lo cierto es que tampoco me quedaba tan solo. Dormía la mañana en cucharita con una nueva rutina, que se dejaba estar más rato porque leía hasta tarde. Nos quedábamos juntas en pijama toda la mañana. Combinábamos telecurro con noticias y teleconversas. En las pausas limpiábamos la casa o nos preparábamos la comida. Por la tarde aplaudíamos y, de a poco, fuimos prefiriendo consumir menos noticias y más información. No había mucho más que ingerir. Los comercios estaban cerrados y apenas nos quedaba dinero. Ya no pasaban aviones, casi ni coches. Se respiraba mejor y hasta se escuchaba cantar a los pájaros en medio de la ciudad.

Con todo, algunas noches me despertaba en incertidumbres oscuras, donde no sabía si flotaba, caía o si salía despedido a un lugar peor, que los miedos no saben imaginar cosas lindas ni divertidas. Fue cuestión de tiempo que encontrara el antídoto: acurrucarme en la vulnerabilidad dejándome llevar, diciéndome que no todo lo que estaba por venir dependía solo de mí. Como siempre ha sido. Así, mecido por el mantra, retomaba mis propios sueños.

A mi antigua rutina se la veía cada vez más difusa y grisácea. Una mañana no la escuché salir. Aún no ha vuelto.

javierlópex  / marzo 2020

el fumador

Cuando lo conocí todavía era legal fumar en los bares. En un local oscuro con jazz en directo, la escasa luz y el humo daban ese ambiente cortaciano de bohemia trasnochada. Su barba desaliñada y sus pelos largos se mezclaban con el vaho y el humo que transpiraba. Era un hombre alto, desgarbado, con aspecto atormentado. De esos que pretenden resolver todas su preguntas en madrugadas alcohólicas de tertulias eternas.
Fue una de esas noches que acabamos juntos. Repetíamos prácticamente la misma ruta de bares cada fin de semana. Ya nos habíamos visto antes, compartiendo reflexiones y análisis etílicos entre amigos comunes. Sinceramente, me daba igual quién tuviera razón en aquellas discusiones infinitas sobre síncopas o estilos literarios.
La misma noche coincidimos en la cola del baño y, casi seguidamente, en la barra, haciendo aspavientos para que la camarera nos sirviera otra copa. No recuerdo qué me dijo, seguramente ni lo entendí. Sí recuerdo sus dedos largos y secos haciendo pinza para sujetar el cigarro, al tiempo que agitaban el vaso cliqueando los hielos. Minutos más tarde, cuando le dije que no escuchaba nada, que me asaba de calor allí dentro, esos mismos dedos de olor a tabaco revolvían mi pelo mientras nos besábamos en la calle. Esas manos manchadas de nicotina me sacaron una a una cada prenda de ropa, hasta acabar desnudos retozando por los rincones de mi casa.
Aquel cuerpo huesudo me transportó durante varios fines de semana a ese lugar donde no existen las dudas, donde no se formulan preguntas graves. Lástima que no dura más que un instante, hasta que el resuello reoxigena el cerebro y éste se empeña en entender. Quizás por eso repetíamos como posesos, para recaer rendidos de agotamiento.
Los cuerpos fueron cada vez menos desconocidos, los encuentros perdieron poco a poco la magia del descubrimiento. El olor a tabaco se adueñó de cada habitación de la casa y supongo que la nicotina se me antojó rutina.
En uno de aquellos regresos a la conciencia, cuando repitió el ritual de hacerse un cigarro, sin saber bien porqué, le propuse que fumara fuera, en el patio. No contestó. Se vistió y se abrigó bien, hacía frío afuera.
Mi casa tardó unas semanas en recuperar el olor a “mi casa”. No volví a sentir los dedos largos de aquel hombre seco.

quiero ser silencio

Quiero ser silencio

dejar de salpicar con más ruido

y observar

solo observar

.

Las palabras se resisten a mi intento

hacen por salir

Me retumban en la boca

vibran en mis paletas

desafían mi empeño

Las muerdo

.

Frases armadas

bombardean los límites de mi cabeza

destructoras

arpías

.

El volumen baja

pero el silencio no llega

Otro zumbido se acerca

Sílabas reagrupadas

construyen sentencias

intentan abarcarlo todo

absolutas

simplistas

excluyentes

Me defiendo

Levanto trincheras calladas

lanzo pensamientos flexibles

miradas sin juicio

paisajes sin nombre

.

No venceré

lo sé

Disfrutaré de la tregua

lo sé

redeconstruirme

Empiezo de nuevo

y bromeo con la eternidad

aunque parasiempre y yo nunca simpatizamos

Puede que pronto vuelva a desmontar todo

por puro placer de reiniciar

Salir de lo conocido

aunque sea bueno

para aventurarme a la nada

convencido de que también podrá resultar habitable

A veces preciso huir del calor

tiritar de frío

volver a colgar los pies sobre el abismo

sentir el viento

resecarme la cara

Morir de miedo

y renacer

una historia viajera

al volante

En la M-503, la vieja carretera de Castilla que recorro cada día, es allí donde siempre me ocurre. Es subirme al coche y acordarme de él. No sé si ejerce de San Cristóbal o qué porras significa.

Es un tipo de mi ciudad que conocí hace algunos años. Cuando coincidimos la primera vez apenas lo vi, la verdad es que casi ni me acuerdo de aquella época. Yo estaba enamoradísima de un cabrón que acabó marcándome la vida -con mi consentimiento y disfrute, todo hay que decirlo-, sin tiempo para distracciones secundarias. Diez años más tarde, o así, ya en era cibernética, volvimos a encontrarnos. Perdón, a ciberencontrarnos.

A decir verdad, ahora sí que me despierta interés. Interés y otras apetencias que no voy a describir aquí, delante de tanta gente. Claro que, como suele pasar, por estas fechas anda entretenido en sus cosas y nunca encontramos el momento. Tampoco descarto que su experiencia de hombre invisible le haya dañado el orgullo y prefiera disfrutar de la frialdad que da una década a la venganza.

La cosa es que en los viajes de ida y vuelta al trabajo, más en los de vuelta a casa, para ser exacta, la imagen de aquel hombre se me repite. Sin ningún sentimiento definido. Con algo de nostalgia, quizás. La luz que envuelve su silueta es la de las calles y plazas donde crecí, donde están los pocos referentes familiares que me quedan, donde vuelvo por Navidad, donde no me siento tan sola. Así que, mientras me dirijo sola a mi casa de la capital, donde vivo sola, cada día me acompaña su recuerdo que no sé cuánto tiene ya de real o imaginado.

No, no jueguen a psicoanalistas, por favor. Todos sabemos sacar conclusiones fáciles de las vidas ajenas. Es bien sencillo. Y hasta nos hace sentir ocurrentes e inteligentes. Lo dicho, ahórrenselo conmigo, porfa. Si les cuento esto es por lo que aún no he contado, que es lo que realmente me intriga.

Lo curioso es que me acuerdo de este hombre puntualmente cada día. Y, ahora que pienso, no es solo cosa de la M-503. La semana pasada cogí el AVE a Barcelona y ¡zas!, allí estaba él, rondando entre mis pensamientos y cosas, entre cabezada y cabezada, expedientes, contratos y negociaciones colectivas.

Hay algo que me sorprende más todavía. Los fines de semana no pienso en él. En realidad, sábados y domingos tengo algo más de tiempo para teorizar sobre ésta y otras chorradas inexplicables que  hacen de mi vida algo menos previsible. No, creo que «menos previsible» no es la expresión correcta para este caso, precisamente. ¿Menos racional, quizás? La cosa es que los fines de semana, lo que realmente pienso es que esos dos días no pienso en él. Pienso que no pienso, que no es otra forma de pensar. Es algo diferente. Y eso que los domingos son mis días más eróticos, ya saben: las mañanas alargadas en la cama, el sol por la ventana… Pero él nunca aparece. ¿Dónde se meterá este hombre los domingos?

Lo bueno es que los lunes, cuando nos volvemos a ver, ni él ni yo nos pedimos explicaciones.

volver

Nada ha cambiado, solo la realidad. Los sueños siguen intactos”

Volví después de algunos años. Demasiado tiempo fuera quizás. Nada era como antes. Las entradas a la ciudad eran otras. Era más grande, se había rodeado de nuevos barrios y los de antes tampoco eran iguales. Mucha gente ya no estaba. La mayoría tuvo que salir, como yo. Muchos mayores se fueron para siempre.

Mi mapa mental de la ciudad, el que me empeñé en conservar, el que recorrí continuamente desde la distancia, archivando recuerdos, desempolvando emociones, refrescando imágenes para combatir el olvido… Nada de aquello servía ya, todo quedó obsoleto.

Busqué los rincones de referencia, pero ya no estaban. Desaparecieron las fachadas que vieron correr mi infancia. Y los rincones de mis secretos de adolescente. Un nuevo decorado ocultaba el paisaje de mi biografía, desdibujándome.

Me perdí en una ciudad que ya no era mía, como nenúfar sin raíces, arrastrado por cualquier corriente, huérfano de recuerdos. Sin historia.