En la M-503, la vieja carretera de Castilla que recorro cada día, es allí donde siempre me ocurre. Es subirme al coche y acordarme de él. No sé si ejerce de San Cristóbal o qué porras significa.
Es un tipo de mi ciudad que conocí hace algunos años. Cuando coincidimos la primera vez apenas lo vi, la verdad es que casi ni me acuerdo de aquella época. Yo estaba enamoradísima de un cabrón que acabó marcándome la vida -con mi consentimiento y disfrute, todo hay que decirlo-, sin tiempo para distracciones secundarias. Diez años más tarde, o así, ya en era cibernética, volvimos a encontrarnos. Perdón, a ciberencontrarnos.
A decir verdad, ahora sí que me despierta interés. Interés y otras apetencias que no voy a describir aquí, delante de tanta gente. Claro que, como suele pasar, por estas fechas anda entretenido en sus cosas y nunca encontramos el momento. Tampoco descarto que su experiencia de hombre invisible le haya dañado el orgullo y prefiera disfrutar de la frialdad que da una década a la venganza.
La cosa es que en los viajes de ida y vuelta al trabajo, más en los de vuelta a casa, para ser exacta, la imagen de aquel hombre se me repite. Sin ningún sentimiento definido. Con algo de nostalgia, quizás. La luz que envuelve su silueta es la de las calles y plazas donde crecí, donde están los pocos referentes familiares que me quedan, donde vuelvo por Navidad, donde no me siento tan sola. Así que, mientras me dirijo sola a mi casa de la capital, donde vivo sola, cada día me acompaña su recuerdo que no sé cuánto tiene ya de real o imaginado.
No, no jueguen a psicoanalistas, por favor. Todos sabemos sacar conclusiones fáciles de las vidas ajenas. Es bien sencillo. Y hasta nos hace sentir ocurrentes e inteligentes. Lo dicho, ahórrenselo conmigo, porfa. Si les cuento esto es por lo que aún no he contado, que es lo que realmente me intriga.
Lo curioso es que me acuerdo de este hombre puntualmente cada día. Y, ahora que pienso, no es solo cosa de la M-503. La semana pasada cogí el AVE a Barcelona y ¡zas!, allí estaba él, rondando entre mis pensamientos y cosas, entre cabezada y cabezada, expedientes, contratos y negociaciones colectivas.
Hay algo que me sorprende más todavía. Los fines de semana no pienso en él. En realidad, sábados y domingos tengo algo más de tiempo para teorizar sobre ésta y otras chorradas inexplicables que hacen de mi vida algo menos previsible. No, creo que «menos previsible» no es la expresión correcta para este caso, precisamente. ¿Menos racional, quizás? La cosa es que los fines de semana, lo que realmente pienso es que esos dos días no pienso en él. Pienso que no pienso, que no es otra forma de pensar. Es algo diferente. Y eso que los domingos son mis días más eróticos, ya saben: las mañanas alargadas en la cama, el sol por la ventana… Pero él nunca aparece. ¿Dónde se meterá este hombre los domingos?
Lo bueno es que los lunes, cuando nos volvemos a ver, ni él ni yo nos pedimos explicaciones.