qué cuentas de ti cuando envías una fotopolla sin venir a cuento?
Te suena el teléfono, entra un mensaje de alguien que no conoces o con quien habitualmente no hablas. Abres el chat y… una imagen, una foto de sus genitales ¿En qué momento? ¿A cuenta de qué? ¿Qué quieres, chavalote?
Internet nos atraviesa trans-formándonos la vida. El trabajo, el ocio, las relaciones… También la forma de vincularnos. Ni mejor ni peor, distinto en las formas y soportes, pero no en el trasfondo, pues más que la tecnología, la clave está en el uso que hacemos de ella: si las usamos para facilitarnos la vida y sus bonda-des o para perpetuar dis-criminaciones y desigualdades.
En el ámbito de los encuentros, surge el llamado sexting, conversaciones multimedia de contenido erótico, tan legítimas y bondadosas como lo consideren sus participantes. Alrededor de estas prácticas, en el espacio virtual se han perpetuado relaciones de poder preexistentes, al tiempo que se han abierto nuevas formas gratificantes de relación, nuevas amatorias. No nos ocuparemos en demonizar ni aplaudir nin-guna de ellas. No sería más que la opinión particular de un extraño sobre un encuentro en el que no participa.
Enviar imágenes de desnudos durante una conversación erotizada es una práctica habitual entre cualquier diada en encuentros virtuales. Si el conocimiento mutuo no es abundante, no está de más tomar precauciones que eviten sustos por si quien está al otro lado no resulta tan respetuoso con nuestra intimidad como a priori damos por hecho: que no se nos vea la cara ni tatuajes, que no puedan identificarnos tampoco por el entorno y, la más importante, enviarla de una única visualización, que impide guardar, reenviar y hacer capturas de pantalla. Aún sabiendo que el riesgo cero no existe jamás. La incertidumbre está presente en todos los escenarios de relación, también en los presenciales, no nos engañemos. Vincularnos es alongarnos al abismo y siempre acarrea riesgos (que nos desordenen la biblioteca o el universo, por ejemplo. Y tan bueno que está).
Hay una práctica nacida en las interacciones online que llama especialmente la atención. La llamada con el anglicismo dick pic, en castellano con el explícito fotopolla. Resulta llamativo cuando se lleva a cabo sin que medie conversación erótica, incluso sin que exista ni siquiera conversa previa.
Siendo generosas, por darle una forzada dosis de sofisticación, podríamos pensar que se trata de una estrategia de seducción (abrupta, sí, mucho). Una invitación a un encuentro erótico. Sin descartar -a juzgar por las respuestas recogidas en el despiece anexo- que no se espere nada a cambio, más allá de la transgresión de quien se exhibe sin venir a cuento.
Pero, ¿por qué precisamente una imagen del pene? La mitificación del pene está presente en culturas milenarias como símbolo de poder y, subsidiariamente, de capacidad reproductiva. Una tradición que sobrevive en el siglo XXI a juzgar por muchas expresiones cotidianas que todavía hoy relacionan la genitalia con la masculinidad ((quiero pensar que sin relación directa ni mucho menos consciente con las biologicistas británicas y transfobas del mundo entero)): Desde el pretendido refuerzo positivo “eres la polla” al jerarquizante “cómeme la polla” o “me la suda”, un innumerable derroche de alusiones a la entrepierna como metáfora.
Esa importancia dada al pene la arrastramos desde las restricciones moralistas de los encuentros sexuales a una finalidad meramente reproductiva. Aunque con la llamada revolución sexual la reproducción salió parcialmente de la ecuación, el culto a los genitales sostiene todo su protagonismo. El placer ocupó el centro pero, en el imaginario colectivo, éste sigue vinculado a prácticas genitales.
De ahí nomenclaturas como “preliminares”, “relaciones com-pletas”, “finalizar”… y similares, que delatan la idea subyacente: suponer que sin genitales, más concretamente sin penetración, no hay encuentro erótico.
De esta visión reduccionista de la amatoria deriva también la patologización de cualquier práctica que no tenga una finalidad aparentemente re-productiva: los llamados peyo-rativamente fetichismos, per-versiones… Sólo los besos escapan de la hoguera. Y no todos están a salvo.
Estas loas al pene, convertido en el rasgo definitorio (biologicista y simbólico) de la masculinidad, trae de la mano la crisis de muchos varones cis cuando, por cualquiera de los múltiples motivos posibles (estrés, cansancio, consumo de drogas, alimentación, inseguridades…), no experimentan erección: Si no tengo erección, -se dicen-, no podré penetrar. Sin penetración no hay encuentro erótico, se fustigan. Por lo que, deducen, sin pene erecto no soy hombre. Tres mentiras que sobrecargan el discurso masculinista no sin generar numerosos malestares. Como si no hubiera erótica más allá de la erección, la penetración y los genitales.
“MÁS QUE DE PODERÍOS, LA COSA VA DE FLOJERAS, DE DAR ESPACIO A LAS VULNERABILIDADES”
Cuando alguien se presenta sin avisar con una foto de su pene, aunque no lo sospeche, anuncia que su concepto y expectativa de encuentro erótico se concentra en los genitales y, más que seguro, en la penetración. Cierra las puertas a la exploración de los cuerpos, a su encuentro y descubrimiento de placeres, también de sensibilidades y vulnerabilidades. Más que mostrar liberación o apertura mental, el emisario exhibe limitaciones.
La cosa empeora si el objetivo es poner en valor las características del órgano en cuestión. Espe-cialmente si pretende llamar la atención sobre el tamaño. Bá-sicamente por dar por hecho muchas cuestiones: En primer lugar, que a quien lo recibe le resulta placentera la penetración y que, carambola, le apetece con él. Por otra parte, que le gustan los penes de un tamaño determinado -el suyo, qué casualidad- y, por defecto, vaticina que le satisface y desea encuentros centrados en los genitales.
Sin profundizar en detalles anatómicos, señalar que las zonas de estimulación que producen mayor placer, al menos con más terminaciones nerviosas para ello, se encuentran a una media de cinco centímetros de sus respectivas entradas, tanto de la vagina (clítoris) como del ano (próstata). Así que, salvo que erotice los penes grandes, como perfectamente podría erotizar los pies, las orejas o cualquier otra parte del cuerpo, no dejará de ser una peculiaridad, pero no una generalización que pueda pro-fetizarse antemano.
No seré yo quien te diga qué se debe o no hacer, qué es bueno ni qué es malo, en el improbable caso de que tales cosas existieran de forma universal. Con todo, sí me atrevo a apostar a que no nos dañará darle una vuelta a las estrategias y rituales que ponemos en marcha en nuestras relaciones, a modo de seducción o cortejo, saltarnos los guiones que damos por válidos porque sí, porque siempre fue así o por modas. Dar paso a la escucha y la sorpresa, que la cosa va de compartir y cultivar. Y más que de poderíos, de flojeras. De vulnerabilidades. Todo es probar.
LAS RESPUESTAS
Para no divagar excesivamente lejos de la realidad, monté un cuestionario que hice circular en mi entorno. Finalmente contestaron 77 personas que mantienen relaciones eróticas con hombres. El 69% (53) había recibido alguna o más veces imágenes de penes sin que mediara conversación erótica. Incluso sin conversación, como mensaje repentino, el 64% (49).
Los autores del envío eran desconocidos en la mayoría de los casos (26), conocidos en persona (25) o sólo de redes sociales (19).
Entre los conocidos, con el 38,5% alguna vez hubo relación erótica anterior, mientras que en el 31% de los casos sólo se conocían de vista o, un porcentaje idéntico, sólo coincidían en espacios laborales o sociales.
Seguidamente al envío, en el 39% de las ocasiones propusieron encuentros eróticos (presenciales o virtuales). En el 36%, no. En el resto de situaciones, quienes lo recibieron no dieron opción porque bloquearon inmediatamente al remitente.
Preguntadas por el efecto que causó la recepción, la mayoría señala que le pareció ridículo y sintió vergúenza ajena (43%). Provocó molestia, rabia, repulsa, incomodidad o reacciones similares en más de un 30% de los casos. Sólo una respuesta afirma que le gustó.

