preguntas incompletas

Es complicado quedarse callado ante semejante avalancha de noticias espeluznantes. Pero también lo es opinar cuando eres un hombre cis hetero y buena parte del oráculo RRSS está señalando tu identidad como culpable per se o, peor aún, nadando en esencialismos biologicistas. Además, hago mía la convicción de que es mejor un silencio a no aportar nada nuevo, a sumarse al postureo de repetir lo ya mil veces dicho con el aparente propósito de formar parte del club de lxs igualpensantes.

No soy de flagelarme por haber nacido con pene. Tampoco de justificar a quienes, con uno entre las piernas, cometen semejantes atrocidades. Mucho menos intentaré salvarme con tópicos estilo “no todos los hombres”, son “otros hombres”, “algunos hombres” (tan peligrosamente clasistas, por cierto).

No, no voy por ahí porque el reparto de culpas me interesa entre muy poco y nada, pues nunca resolvieron ningún conflicto, más allá de adjudicar castigos, y éstos sirven para lo que sirven. Prefiero centrarme en la búsqueda de causas y garabatear borradores de soluciones o alternativas a explorar, detectar los posibles nudos que pueden atascar los cambios. Más en concreto, intentar localizar qué no estamos haciendo o, peor aún, qué estamos haciendo mal, aunque sea con la mejor de las voluntades. Y esto, no desde la culpa, sino desde la responsabilidad colectiva, porque quiero seguir creyendo que a todxs nos sacude lo que sucede, más allá de compartir o no el análisis y las respuestas.

Y no, lo siento pero no tengo la varita mágica. Sólo atesoro muchas dudas, bastantes miedos y un puñado de hipótesis. Muy fuera del estereotipo masculino, lo sé (otro ejemplo de que en el estereotipo no habita nadie).

Después de siglos de movimientos sociales y años de políticas institucionales promoviendo la igualdad, combatiendo las violencias machistas, ¿cabría preguntarse qué hemos hecho mal?, ¿qué seguimos haciendo mal?

Vale que los avances no son lineales, que siempre hay progresos y retrocesos. Vale que a todo cambio le responden resistencias, reacciones aún más virulentas. Vale que los cambios culturales, en el «sentido común», son carreras de fondo y nunca acaban homogeneizando, que siempre hay contradicciones o estaríamos negando la dialéctica y la historia. Sí, vale, pero, ¿no cabría preguntarnos cómo responder a esta reacción? Más aún, ¿que podemos estar haciendo mal hasta el punto de acabar alimentándola?

Algunas preguntas más:

– ¿Estaremos lanzando discursos más culpabilizadores que educativos, más frentistas que de cultivo? ¿No serán lo suficientemente atractivos, seductores para el cambio?, ¿qué hacemos que acaba alimentando las resistencias y provocando reacciones defensivas, inmovilistas, combativas pero a la contra?

– ¿Institucionalizar los discursos de cambio tiene el sobrecoste de invitar a transgredirlos, negarlos, contradecirlos? ¿Qué peso tiene realmente esta hipótesis?

– ¿Nos estaremos centrando en las aulas, en los espacios formales, olvidando que la vida transcurre fuera, que los valores se trasmiten en cualquier espacio, en cualquier encuentro?

– Más allá de los profesionales de la comunicación informal al servicio de la ultraderecha, que son muchos y peligrosos, ¿qué responsabilidades tiene esa legión de comunicadores presuntamente progres que reducen la realidad a cuatro eslóganes, sin matices ni complejidades, con análisis simplistas y simplones? Más preocupadxs por sus audiencias que por la calidad de sus contenidos.

– ¿Será que las formas de relacionarnos se asimilan en el día a día, por aprendizaje vicario, por las estructuras de las organizaciones que construimos, sostenemos, habitamos y no en discursos formales ni en talleres puntuales y cartelitos para rellenar memorias estéticas o celebrar fechas conmemorativas (8M, 28J, 20N…) ?

– ¿Seguimos valorando la vida sexual de los varones cuantitativamente? ¿entre más mejor?, ¿de cualquier manera? ¿Seguimos aplaudiendo la cantidad de encuentros, de parejas, de orgasmos…?

– ¿Hemos abordado una educación sexual que cultive el sexo como un valor o seguimos anclados en el discurso del terror y las prohibiciones?, ¿continuamos dedicando estos espacios mayoritariamente a frenar embarazos e ITG pero no a invitar a explorar y explorarse, a reconocerse interdependientes, deseantes y deseables? ¿Nos empecinamos en centrar la vivencia sexual en los genitales y en la cópula, en la reproducción?, ¿reducimos el sexo a lo físico, a un impulso, una energía o una respuesta?, ¿a un peligro potencial?

– ¿Hemos llegado a cuestionar los códigos con los que nos relacionamos o, por el contrario, nuestras organizaciones siguen fundamentándose en la competitividad, en el sálvese quien pueda, en el todo vale? ¿Nos habremos conformado con que las mujeres ocupen un porcentaje de esas organizaciones aunque para ello tengan que asumir los valores más rancios que se vinculan a la masculinidad, esos en los que se entrena a los varones?

– ¿Seguimos entrenando a nuestros jóvenes en y para la competitividad?, ¿a ganar siempre?, ¿a que luchen por eso que el capitalismo considera éxito? ¿Les instamos al individualismo, al caiga quien caiga, al todo vale?

La obligación de éxito en los mandatos de las masculinidades es uno de los mayores generadores de frustración que, no en pocas ocasiones, se transforma en violencia.

– En los ámbitos en los que convivimos (en todos, en cualquiera: trabajo, familias, amistades, trabajo, deportes…), ¿generamos espacios para el diálogo, donde compartir, poner en valor y abrazar la vulnerabilidad?, ¿para resolver conflictos?, ¿para sabernos-entendernos-vivirnos interdependientes?

Sé que aporto poco o nada nuevo. Soy consciente de que otrxs antes ya han apuntado algunas de estas cuestiones. Yo mismo he compartido algunas anteriormente. Con todo, creo que es por aquí, por la revisión de lo que hemos hecho y en la búsqueda de alternativas por donde único podemos avanzar, construir en positivo. Consciente de que no es sencillo ni rápido. También de que la humanidad ya ha superado discriminaciones aberrantes que también parecieron insalvables durante siglos. Nos toca seguir bregando y, sí, colectivamente, o no llegaremos a ninguna parte.

«bike», entre la pastilla y la pared

Me da repelús tomar pirulas. Mucho más si me las recetan para todos los días y de por vida. Así que con el colesterol «familiar» que arrastro desde siempre llevo décadas explotando la inestabilidad de las plantillas médicas en la Sanidad Pública: cada año que repito la analítica pertinente me toca un médico distinto. Esto me permite vender una y otra vez la promesa de controlar la alimentación y hacer ejercicio de forma regular.

Sé perfectamente que la cosa no va de dietas, apenas consumo grasas y hasta evito helados, postres y chocolates (valeeee, sí, a veces me relajo). Con lo de hacer ejercicio me pongo puntualmente después de cada analítica y, también puntualmente, me aburro al mes o mes y medio, aproximadamente.

A cuenta de la pandemia, me salté la prueba un año y puede que mi cuerpo echara en falta el habitual mes y medio de ejercicio: el colesterol se disparató. A esto se sumó que a uno de mis sobrinos no se le ocurrió mejor idea que tener pareja cardióloga. En plena cena navideña me amenazó con un infarto inminente. O dos. Perdí la cuenta de los finales desagradables que acabé visualizando. Tener imaginación juega malas pasadas. Ser aprensivo, también.

Así fue como me vi entre la pastilla y la pared. Con todo, encontré un remedio de herbolario que, rebuscando en internet, tenía los mismos posibles efectos secundarios que la medicación oficialista.

Como para algunas cosas soy especialmente cabezota -solo para algunas, menos mal-, seguí buscando planes B, C… X. Tenía enfrente una cifra disparatada y una cardióloga recalcitrante, así que subí mi apuesta y me apunté a un gimnasio. Esos lugares donde la gente levanta peso sin ninguna finalidad práctica, donde caminan y corren para llegar a ninguna parte, nadan hasta un lugar para dar la vuelta y regresar al mismo sitio del que salieron… Y sí, también pedalean sin moverse del sitio.

No sé con qué criterio, y mira que le subrayé el dato de mi avanzada edad y también mi cero interés en ponerme cachas, pero el entrenador que me atendió al llegar a las instalaciones me recomendó sesiones de bicicleta, que en estos espacios artificiales se empeñan en llamar con términos anglosajones. Me recomendó otras cosas que no alcancé a entender y tardé cero coma en olvidar.

Así las cosas, se me ocurrió empezar este domingo lluvioso con una sesión de esto que llaman “bike”. A estas horas de un festivo, quienes vamos a estas cosas sumamos un puñado de décadas. La gente joven duerme, de resaca o porque sí, sin más.

En una sala semioscura, una pantalla se chiva en directo de cuanto pedaleas. Una monitora grita entre músicas atronadoras. Quién me mandaría a mí, no dejo de preguntarme, si lo sabía antes de venir.

Esa mujer lanza consignas que me trasladan a lo peor del cuerpo-máquina que me empeño en desmontar: “No te rindas, resiste”. “Te duelen las piernas, pero aguanta”. “Aprieta los dientes” (pero si a mí lo que me duele son las piernas. La espalda también). “Mantén el ritmo, recuerda a qué viniste” (no dejo de preguntármelo). “El esfuerzo valdrá la pena, te llevarás la clase” (eso me temo, en dolores).

En la pantalla, mi ritmo de pedaleo se mantiene en verde. Por debajo solo queda el azul, que luzco de vez en cuando. El resto va con valores siempre más altos, en colores más intensos. Me alivia comprobar que los números no coinciden con las bicis, me siento un poco menos señalado. Aunque debe ser fácil descubrirme.

A veces grita “a bailar”. A la tercera asocié que significaba pedalear de pie. Lo intenté un segundo, sin éxito. El corazón intentó abandonarme por la boca avisándome: pasa de colorcitos y porcentajes, vete a tu bola, sin más. Como por el carril bici de la ciudad baja. Ni se te ocurra subir a Escaleritas pedaleando, chavalote.

Imaginaba este relato para sobrevivir a los 45 minutos de tortura sobre una bici sin ruedas que no me llevaba a ningún lugar.

Llegué a casa colorao, como hace 50 años salía de la gimnasia del cole, cuando corría en un campo de fútbol de tierra detrás de un balón que nunca alcanzaba. El que mis compañeros tampoco me pasaban, algo que en el fondo agradecía, pues ni supe nunca para qué lo quería.

#frikadas

#relatos

gente rara

Quienes habitan esa casa son gente rara, no son como el resto del barrio. Son de esa extraña clase de personas que dan los buenos días y sonríen. Ayudan a cruzar a las ancianas y hasta les llevan las bolsas de la compra.

Dejan las puertas de su casa siempre abiertas y cuando encuentran animales abandonados, los adoptan.Viajan en transporte público o, peor, caminan y se trasladan en bicicletas. Toman el sol en la azotea y para calentar el agua. Se alegran cuando pega el viento, disfrutan viendo sus molinillos alocados.

En esa casa nunca van a la iglesia pero, cuando llegan las fiestas salen a decorar las calles, organizan conciertos y juegos en la plaza, hasta reparten bocadillos de colores y golosinas.

El barrio les mira con desconfianza. Nadie les da conversación, pero se les oye hablar con calma, jamás gritan y aportan ideas que nadie ha escuchado nunca antes.Desde el botaguas de su tejado a veces salen nubes.

Hay días

Hay días en los que la tripa se me encoge

así, por su cuenta

Y con ella, se diluyen todas las verdades

las que levanto a pico y pala

intentando solidificar la existencia

en busca de un fortín en el que parapetarme

donde sentirme a salvo

viendo pasar lo que pasa allá afuera

Hay días en que las verdades y las piernas me tiemblan

Los miedos se apoderan de mis previsiones

y me quedo sin recetas ni casillas de salida

desde donde volver a empezar

Solo busco un rincón oscuro en el que desaparecer

una escondite insonorizado

al que no lleguen los ladridos

ni sus ecos

Ni el pitido del vacío

del sinsentido

Hay días en los que no me cabe el traje de mis propias mentiras

la coraza que diseño para seguir adelante

corriendo a la siguiente página del puto calendario

PD

Qué manía tiene la gente por seguir viviendo

por vivir eternamente

hay días que les entiendo todavía menos

profecía infantil

De pibe miraba Gran Canaria desde las montañas de Las Coloradas y jugaba a inventar que más allá del horizonte no había nada. Soñaba que todo lo que nos contaban que ocurría fuera de la isla era una invención, un relato diseñado para mantenernos aletargados, con no sé qué intencionalidad perversa. Tampoco descartaba un objetivo paternalista, que pretendiera aliviarnos la ansiedad de vivir en un territorio tremendamente limitado.

Años más tarde me hablaron de Platón, interpreté a mi manera a Parménides y hasta llegó la película El Bosque, así entendí que mi juego no era ni tan original ni tan disparatado.

En los 80, cuando los domingos era preceptivo leer los suplementos de El País, tanto o más que ir a misa unas décadas antes, recuerdo un reportaje que anunciaba que en poco andaríamos por las calles sin mirarnos, pendientes de pantallas por las que gestionaríamos la vida. Me reí incrédulo y hasta me entretuve ridiculizando aquella hipótesis que consideré desmesurada pero, sin darme cuenta, llegó el momento en que la viví en primerísima persona. Cuando fue innegable, mucho teorizamos sobre la esquizofrenia y bipolaridad de la vida real y la virtual.

Y llegó el ahora, esta extraña cotidianidad de encerrona, de vida sin semejantes más acá de las pantallas. Su reflejo es el único encuadre que tenemos de lo que, debemos creer, ocurre allá afuera, al otro lado del cristal de las ventanas.

Y nosotros, construidos tradicionalmente en la relación con el prójimo, con quienes nos identifican como iguales y diversos, ésos que ahora no están, nos pixelamos de a poco, engullidos por nuestros propios dispositivos, formando parte de aquel relato ficticio de mi infancia, que ha cambiado el NODO por la Nube, convertido en versión única del único suceso.