el asombro

Cuando deje de asombrarme, estaré muerto

O cosificado, que no es lo mismo pero huele a podrido igual.

Cuando naturalice el dislate

a los aprovechados pavoneando sus abusos como éxitos

a las perdedoras consumiendo eslóganes, indiferentes o apasionados pretaporter

Cuando no me irrite la seguridad de los ignorantes, la arrogancia de los toletes, herederos de expolios ancestrales

Cuando todo me dé igual, cuando me resulte normal, cotidiano, lógico, insalvable

Cuando no me conmuevan las masacres

Entonces, este cuerpo que soy no será de este mundo

se habrá plastificado en una burbuja inerte

Seré uno de ellos, un cadáver más

otro aprietatuercas en la fábrica del sinsentido.

Un día cualquiera

Hoy es un día tan bueno, tan malo como cualquier otro para escribir.

Escribir sin más.

Sin pretextos ni expectativas.

Sin formato preestablecido.

Un día ventoso en el que no comienza ni acaba nada.

Un día de tripas revueltas, como tantos otros.

Asqueado de asesinatos, de cadáveres y hambrunas.

De feudalismo espectáculo. El show del imperio avasallando ruinas de apariencia democrática.

Otra oda a la estupidez suprema.

Al matonismo.

Al salvajismo.

Un día más en la búsqueda de lo imposible, de todo lo que no cabe en las explicaciones que fabrico. Como si alguna respuesta fuera a saciar mis preguntas. Sumergido en el fondo a sabiendas de que no hay fondo.

Seres menesterosos del mundo en busca de argumentos, de asideros para dotar de sentido la existencia, con esa arrogancia humana que se empeña en darse importancia, en creerse superiores, a sus iguales, al universo. Incapaces de reconocerse parte, sin más, parte de un todo inmenso.

Un día más con el deseo desnortado, proyectando paisajes a destiempo, sin rumbo.

Otro día con Eros arrodillado ante Tánatos para encajar en el dispositivo y continuar, sólo eso: El despertador, el café rápido y la oficina, empujar trámites absurdos con fines vergonzosos o, cuanto menos, ridículos. Un zombi más entre miles de zombis, construyendo identidades con residuos y escombros.

Un día cualquiera.

profecía infantil

De pibe miraba Gran Canaria desde las montañas de Las Coloradas y jugaba a inventar que más allá del horizonte no había nada. Soñaba que todo lo que nos contaban que ocurría fuera de la isla era una invención, un relato diseñado para mantenernos aletargados, con no sé qué intencionalidad perversa. Tampoco descartaba un objetivo paternalista, que pretendiera aliviarnos la ansiedad de vivir en un territorio tremendamente limitado.

Años más tarde me hablaron de Platón, interpreté a mi manera a Parménides y hasta llegó la película El Bosque, así entendí que mi juego no era ni tan original ni tan disparatado.

En los 80, cuando los domingos era preceptivo leer los suplementos de El País, tanto o más que ir a misa unas décadas antes, recuerdo un reportaje que anunciaba que en poco andaríamos por las calles sin mirarnos, pendientes de pantallas por las que gestionaríamos la vida. Me reí incrédulo y hasta me entretuve ridiculizando aquella hipótesis que consideré desmesurada pero, sin darme cuenta, llegó el momento en que la viví en primerísima persona. Cuando fue innegable, mucho teorizamos sobre la esquizofrenia y bipolaridad de la vida real y la virtual.

Y llegó el ahora, esta extraña cotidianidad de encerrona, de vida sin semejantes más acá de las pantallas. Su reflejo es el único encuadre que tenemos de lo que, debemos creer, ocurre allá afuera, al otro lado del cristal de las ventanas.

Y nosotros, construidos tradicionalmente en la relación con el prójimo, con quienes nos identifican como iguales y diversos, ésos que ahora no están, nos pixelamos de a poco, engullidos por nuestros propios dispositivos, formando parte de aquel relato ficticio de mi infancia, que ha cambiado el NODO por la Nube, convertido en versión única del único suceso.

mi rutina

Sonó el despertador de mi rutina. Se levantó siguiendo el ritual de cada día y tomó rumbo directo a la ducha. Desde la cama escuché sus trasteos de desayuno y la puerta al salir dos veces, como de costumbre, contando la vuelta a buscar ese algo que siempre deja atrás.

Me mantuve envuelto en el calor del edredón, sintiendo su estrés mañanero a lo lejos, preguntándome qué día podría ser hoy y con qué llenarlo.

La visualicé arrancando el coche, sorteando caravanas, discutiendo noticias con la radio, dando vueltas en busca de aparcamiento para fichar mirando la hora justa de llegada… Mientras me quedaba en casa, a solas con el silencio, el abismo de la agenda vacía y los  avisos del cuerpo entumecido por la inactividad.

Con todo, los primeros días fueron los más fáciles. Bastó con dedicarme a todo lo que siempre abandoné por falta de tiempo. Se pasaban las jornadas volando y cuando me daba cuenta, mi rutina ya estaba de vuelta. La acompañaba a almorzar, viendo como engullía la comida a toda prisa, con la mirada perdida en el televisor, regurgitando desencuentros laborales.

Enroscados en el sofá nos obsequiábamos una tregua, entre noticieros repetitivos que solo dejas de escuchar cuando por fin alcanzas el quinto sueño.

Seguimos igual durante una buena temporada. O casi igual. En breve dejé de oír su despertador, abría los ojos con el olor del café. Al poco, con el primer cierre de la puerta. Luego, solo con el segundo.

Lo cierto es que tampoco me quedaba tan solo. Dormía la mañana en cucharita con una nueva rutina, que se dejaba estar más rato porque leía hasta tarde. Nos quedábamos juntas en pijama toda la mañana. Combinábamos telecurro con noticias y teleconversas. En las pausas limpiábamos la casa o nos preparábamos la comida. Por la tarde aplaudíamos y, de a poco, fuimos prefiriendo consumir menos noticias y más información. No había mucho más que ingerir. Los comercios estaban cerrados y apenas nos quedaba dinero. Ya no pasaban aviones, casi ni coches. Se respiraba mejor y hasta se escuchaba cantar a los pájaros en medio de la ciudad.

Con todo, algunas noches me despertaba en incertidumbres oscuras, donde no sabía si flotaba, caía o si salía despedido a un lugar peor, que los miedos no saben imaginar cosas lindas ni divertidas. Fue cuestión de tiempo que encontrara el antídoto: acurrucarme en la vulnerabilidad dejándome llevar, diciéndome que no todo lo que estaba por venir dependía solo de mí. Como siempre ha sido. Así, mecido por el mantra, retomaba mis propios sueños.

A mi antigua rutina se la veía cada vez más difusa y grisácea. Una mañana no la escuché salir. Aún no ha vuelto.

javierlópex  / marzo 2020

oportunidades

Qué buena oportunidad para parar
para quedarnos sin disculpas y afrontar todo lo pendiente:
leer, peliculear, jugar, hablar, guardar silencio… mirarnos a la cara.
Qué buena oportunidad para recuperar la sanidad pública
para redistribuir la riqueza, esta vez de forma justa
para socializar las plusvalías
para que nadie viva a la intemperie
para que todas comamos calentito. O ensalada, si apetece.
Qué buena oportunidad para dar valor a lo que realmente vale
para liberarnos de lo superfluo
para retrenzar solidaridades y cuidados.
Para comprobar cuánto nos sobra
que para vivir bien no hacía falta tanto.
Qué buena oportunidad para constatar que los peligros de la dependencia económica no eran un mantra
que el cemento no se come
que la agricultura de kilómetro cero es más que necesaria.
Qué buena oportunidad para curarnos la arrogancia
para demostrarnos
una vez más
que nunca fuimos la cúspide de las especies
que la naturaleza sabe lo que se tiene entre manos
y no olvida sus facturas
Que la pandemia somos nosotrxs
y nos toca sanarnos.
marzo 2020