Ni Leandro ni Nicolás habían olvidado el frenazo de aquella vieja camioneta, el chirrido resonaba en sus cabezas ocho décadas más tarde. Nicolás era el único niño de la operación nocturna. Viajaba de pie en la parte trasera repleta de hombres del pueblo que, como él, seguían órdenes de su padre. “Es aquí, para”, gritó. Don Nicolás aporreó la puerta con la seguridad de quien se sabe defendido por un grupo armado con fusiles de caza y utensilios de labranza. Al otro lado de la puerta, Leandro se abrazaba a la pierna de su padre, temían lo peor.
Hasta esa noche, los niños compartían pupitre, balonazos en la plaza, aventuras por las fincas del pueblo y más de una incursión a la costa, sin permiso familiar. Entretenidos en sus juegos, no se percataron de cómo cambiaba el paisaje del pueblo. Los debates de las tabernas se envolvían en banderas, todo subía de tono, los gestos se endurecían, mientras en las ventas se suspiraba por la carestía y la falta de productos.
Aquella noche fue la última que Leandro vio a su padre, arrastrado hasta el vehículo oxidado. Entre los cuerpos tensos de aquel improvisado ejército de vecinos, distinguió la silueta de su compañero de juegos.
Desde entonces, compartieron silenciosos las filas, los himnos, las banderas del patio del colegio, pero se esquivaron entre los pupitres y las calles.
Sin el padre en casa, la vida de Leandro se complicó. La madre no tenía tiempo más que para trabajar, y a escondidas, porque nadie quería significarse colaborando con la compañera de un represaliado.
Nicolás sí tuvo una infancia feliz. No tardó en hacer nuevas amistades, con las que seguía jugando en la plaza, con trajes y balones nuevos, dignos del hijo de un alcalde del Movimiento. Desde allí, muchas veces vio pasar a Leandro, con sus ropas zurcidas, de mano de su avejentada madre, camino de la oficina de empeños. Los viejos relojes y las pocas joyas de la familia les quitaron más de una vez el hambre.
Muchas décadas más tardes, el ayuntamiento restaurado por las urnas inauguró la Casa de la Tercera Edad. Fue allí donde se volvieron a mirar a la cara, en torno a unas fichas de dominó.
Ya no recuerdan, ni les importa, quién fue el primero en invitar a café y partida en la plaza. No lo hablan. Los dos saben que al otro también le retumba el chirrido de aquella camioneta.
Estos días el paisaje vuelve a enrarecerse. Los debates de las tabernas se cubren de banderas, las opiniones se atrincheran en bandos, el diálogo se silencia con gritos… Los ancianos juegan.
ilustración: Mónica Palacios.