Yo no sé a ustedes, pero a mí esto de la Semana Santa y, concretamente, las procesiones me dan mucho miedo. No, no es un trauma infantil ni nada parecido, no. Pensar que cualquiera de mis vecinos, el quiosquero, la doña de la venta, el joven que hace cola delante de mi en el supermercado, el camarero que me sirve el cortado…, poseídos por un fundamentalismo ancestral, se encapuchan, andan descalzos cargando esculturas por la calle, se flagelan en público… hace que un escalofrío me recorra la espalda. La ciudad se teletransporta a los años cincuenta, huele a dogmatismo por todas las esquinas.
Lo peor es que no puedo sacarme de la cabeza que los personajes que pueblan este oscuro decorado, con quienes convivo el resto del año, podrían convertirse fácilmente en carne de fascismo, en brazo ejecutor de cualquier intentona autoritaria, quien delate, quien toque a tu puerta cualquier madrugada, quien te haga desaparecer por no seguir el ritual, quien te cubra de cal…