Aquel hombre vivía en medio de la nada. Nada por aquí. Nada por allá.
Llevaba consigo muy pocas cosas, aunque arrastraba una enorme sombra que revoloteaba tras de sí: su colección de palabras aladas, aladas y parlanchinas, que le murmuraban historias increíbles a las que se acurrucaba antes de desplegar sus sueños.
Tenía sueños de todos los tamaños y colores. Bien doblados, los llevaba en su viejo carrito de la compra, ordenados por texturas y utopías. Alguna vez, al sacarlos, sorprendía algún imposible arrugado. Esos días eran los peores, porque no descansaba hasta dejarlos perfectamente almidonados, como el que más.
Todos eran importantes, los de arriba y los del fondo del carrito, aunque algunos iban quedando tan abajo, que le resultaba imposible alcanzarlos, ni siquiera para airearlos.
Los había especialmente caprichosos. Sueños exigentes como niños malcriados, que pataleaban en cualquier lugar hasta ganar toda su atención, sin descansar hasta adormecerlo.
También los llevaba excitantes, rebosantes de abismos y picardías. Cíclicos e insistentes. Terroríficos y agotadores, de esos que garantizan un despertar aún más cansado que el comienzo. Ensoñaciones monocromáticas, infinitamente aburridas…
De todos los tipos, duraciones y ambiciones, pero solo sueños. Ése era su capital, palabras aladas, historias increíbles y puro sueño. Un reino onírico.
Por eso, cuando los hombres de corbata vinieron, de puerta en puerta, buscando cosas que revender, no supieron qué arrebatarle. No tenía nada que hipotecar, solo sueños por alcanzar. Todo por ganar.