estilos


No sé si por inseguridad o por ideología, abunda la creencia, aún en nuestros días, en la autoridad como modelo educativo. Domesticar bajo amenaza, bajo la coacción constante del castigo. El conductismo puro y duro del refuerzo negativo y el positivo cuando yo, quien tiene el poder, considero que lo mereces.
No es una cuestión ideológica, sino pragmática. Cuando el educando se aleja o advierte que el presunto educador-castigador no está en su radio de acción, desarrollará todas las conductas prohibidas a modo de catarsis.
Si no se entrena en el libre razonamiento, en la negociación, en el respeto a las opiniones de los otros por mucho que se alejen de las mías, en la búsqueda y aceptación de tratos justos, equilibrados, en la defensa pacífica de las ideas, en la denuncia razonada de las injusticias y abusos… Si no hacemos esa dura tarea, no servirá de nada.
Y claro que la segunda opción es más jodida. En la primera, con unos cuantos castigos consecutivos, amenazas de más y peores… y, ¡zás!, tenemos a la parroquia presuntamente domesticada. Bueno, asustada, buscando la oportunidad para darnos esquinazo y seguir haciendo lo que le apetece, pues no le hemos ayudado a entender, mucho menos a interiorizar, el por qué de lo que le pedimos, exigimos.
Educar en la negociación implica el arduo trabajo de convencer, de ganarse el respeto con argumentos y coherencia. Por supuesto que los resultados son lentos y no siempre se alcanzan. Con la opción de la mera disciplina, en el mejor de los casos, se reprograman borregos.
Lo curioso de todo esto, iluso de mí, es que daba este dilema por zanjado hace décadas y, de pronto, me veo envuelto en este seudodebate con jóvenes en posiciones que me recuerdan a las de quienes estaban a punto de jubilarse cuando me incorporé a este oficio la primera vez, poquito después de la Transición.

noche de hotel

No sé con qué soñaba en aquellas primeras horas de descanso nocturno, sólo tengo constancia de haberme despertado de pronto. Todo estaba muy oscuro, apenas entraba luz por la puerta de la terraza. Fue por eso que me ocupó unos segundos reconocer que se trataba de la habitación de aquel hotel. Un instante más tarde identifiqué el sonido que me sobresaltó.
No entendí el idioma. De algún país del este de Europa, quizás. Daba igual. Las entonaciones no dejaban dudas sobre lo que estaba ocurriendo

¿Escuchas?, pregunté. “Sí, los oigo desde hace un rato”, dijo Ana.
Un varón vociferaba enfadado, con tono de reprimenda. Su discurso se salpicaba de golpes, ¿contra las paredes?, de muebles arrastrados, de miedo… Él gritaba enloquecido, con esa voz quejumbrosa del animal herido que arrasa ciego contra todo lo que se le ponga por delante.
A ella apenas se le escuchó en una o dos ocasiones. Se defendía con gritos de rabia, aunque algo dejaba intuir que no era ésta la primera función a la que acudía, que ya sabía de los espectáculos de su acompañante.

Descolgué el teléfono e informé a recepción de lo que estábamos siendo testigos. Unos minutos después volvió el silencio a aquel edificio del centro de Madrid. En nuestras cabezas, los gritos de esa madrugada siguieron retumbando, construyendo escenas y argumentos.

amador

En Amador, Fernando León de Aranoa (Familia, Barrio, Princesas, Los lunes al sol…) sigue fiel a sí mismo. Imposible de etiquetar, eso que tanto gusta a los críticos, evita moverse por estructuras prefijadas, manteniendo la capacidad de sorprender hasta el último fotograma.
El sello de Aranoa se descubre en la crítica social, en su realismo y contemporaneidad, en los momentos trágicos que conviven con los cómicos y, de modo genial, en sus diálogos, circulares, absurdos, en los que cada personaje habla de algo diferente, alguno se aventura con la metafísica o vomita sentencias desgarradoras. Una huella del escritor de relatos que también es.

Sin ánimo de fastidiarle la peli a quien no la haya visto, ahí van algunas de sus perlas:

Amador: «La vida es como los rompecabezas. Nacemos con las piezas y todo consiste en irlas colocando bien.»
Marcela: «Pues a mí no me dieron ninguna pieza.»

Marcela: «Te sientes sola. Te metes en una relación porque no quieres estar sola, pero sigues sintiéndote sola.»

Marcela: «Cuando todo es silencio es cuando mejor se escucha. Cuando la tierra te atrapa por las piernas y los brazos es cuando de verdad bailas.»

Marcela: «Como las flores, hay personas que siguen siendo útiles después de la muerte.»

en cualquier papel

Tengo especial debilidad por los periódicos y revistas manufacturadas, ésas que hacen cuatro amigos con mucha ilusión, algunas ideas y apenas medios. Desde que tengo memoria me embarco en esos microproyectos seudoeditoriales y, por supuesto, cada vez que cae en mis manos algún ejemplar del género lo devoro con complicidad.
Hoy me crucé con varios números de una revista hecha por chicos en un centro de internamiento de medidas judiciales. Como no podía ser menos, los escudriñé desde la portada hasta la última. Desde uno de aquellos folios fotocopiados, me llamó un texto titulado «Vivir como flores» o algo así. Conociendo la procedencia de la edición, me picó la curiosidad. Venía a contar, con estilo pretendidamente oriental, cómo un maestro adoctrinaba a sus discípulos para que vivieran de ese modo. La cosa, explicaba, consiste en ser capaces de sacar lo bueno que haya en el estiércol, como hacen las plantas con sus raíces, al tiempo que regalamos al ambiente el mejor de nuestros aromas.
Como moraleja, el texto concluye diciendo que es justo preocuparse por las propias culpas, pero no es sabio permitir que los vicios y fallos de los demás te angustien y te incomoden.
Es más que probable que era eso lo que yo necesitaba leer en estos días, la lección que debía aprender de lo vivido estas semanas. Lo que no sospechaba era dónde iba a encontrarla.