la carrera de Manuel

Flanqueado por su esposa y su hijo, el anciano veía pasar la tarde sentado en un banco de la plaza. ¿La tarde?, ¿o era la mañana?

El bullicio de la calle lo distraía de dolores y achaques. Sus familiares hablaban, pero su atención se disolvía, se le iba a recuerdos sin fecha ni data, a conversaciones de transeúntes, al correteo de los chiquillos.

Uno de aquellos niños pasó cerca. Manuel pareció reconocerlo “Ven, ¿dónde te vas? Ven”. Los familiares se alarmaron, no conocían al muchacho, que también se sorprendió por los gritos del viejo.

Manuel vio como el chiquillo continuaba su carrera, salía de la plaza y subía ladera arriba, por las viejas veredas, hasta la cueva donde su padre guardaba los animales. Manuel volvió a oler la leche tibia, recién ordeñada, salpicada de gofio tostado. Casi sin parar, siguió corriendo por el sendero, esta vez dirección a la costa. Descalzo, atravesó la playa, sin hoteles ni apartamentos, habitada solo por unos pocos botes de pesca. Se dirigía a la finca del Señor, donde correteó entre tomateros, bajo el eco de la reprimenda de su madre “Sabes que no puedes venir aquí, Manuel, que al Señor no le gusta. ¿Por qué no fuiste hoy a la escuela, Manuel?”

Manuel seguía corriendo. María y su hijo seguían conversando en la plaza, hasta que decidieron sujetarlo, cada uno por un brazo, ayudándolo a levantarse del banco y garantizar el equilibrio de sus lentos pasos arrastrados. Era hora de volver a casa. El anciano debía comer y tomar de nuevo sus medicinas.

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