Ahora que rebobino es cuando me doy cuenta, la experiencia comenzó con mal pie. Recuerdo que no quería gastar dinero y opté por mover mi convocatoria por redes sociales y en algunas páginas presuntamente gratuitas. Sospecho que la culpa fue mía por no prestar toda la atención debida a la letra pequeña, por darle a aceptar y a “siguiente” con apenas una rápida lectura transversal.
Hacía una selección de personal. Necesitaba un administrador para mi casa. No me pregunten para qué. No sé bien los motivos. Supongo que me llevó el mimetismo. Todos mis vecinos tenían un administrador y yo no iba a ser diferente. No quería ser el raro del edificio. Además, solo recuerdo un caso, un único vecino que no contrató administrador y en seguida comenzaron a hacerle todos la vida imposible. Amenazaron con echarlo de la finca, hasta que lograron imponerle un administrador por la fuerza. Por su bien y el de toda la comunidad, decían.
Fue poner mis anuncios y bombardearme a ofertas. Centenares de candidatos con discursos calcados. Cambiaban el orden, el tono, el énfasis… pero todos sus currículos eran similares. Hasta coincidían en dedicar buena parte de su exposición a desprestigiar a sus contrincantes. Incluso más que a lo que era capaz de hacer cada cual. Ninguno dedicó ni una línea a explicar cómo cumplirían sus promesas.
Lo patético es que una vez elegido, fui yo quien tuvo que cubrir con los gastos publicitarios de todos. Hasta con las fotocopias de los currículos de quienes no tuve en cuenta.
¿A quién elegí? A uno cualquiera. Daba igual, las diferencias eran nimias. Éste era un tipo algo pedante, de acento gallego y frases entrelazadas, pretendidamente elocuentes pero que rara vez decían algo concreto. Se presentaba siempre trajeado en tonos grises, apagados. Me dejé llevar por sus aparentes buenas relaciones con el resto de administradores del edificio, y eso era fundamentalmente por lo que lo contrataba, para estar a bien con los vecinos.
Nada más llegar se instaló en la mejor habitación de la casa y se fijó su propio salario, que pagaba yo, por supuesto. Trajo consigo a un grupo de asesores y guardaespaldas que se instalaron en el resto de aposentos. A quienes también pagaba yo, claro. Cuando me vine a dar cuenta, apenas me quedaba libre el salón. Relativamente, pues muy pronto se encargaron de organizar los muebles, reubicarlo todo y delimitar donde podía sentarme y donde no, donde podía poner mis cosas y donde no. La televisión fue uno de los primeros asuntos de los que se ocuparon. Borraron canales y solo dejaron los que salían ellos y el resto de administradores del edificio, en sus viajes y reuniones, difundiendo sus opiniones, sus críticas y sus normas. También mantuvieron otros de deportes, modas y dibujos animados.
Dejé de tener relaciones con los vecinos. Ya no los veía, no quedábamos ni nos cruzábamos en el ascensor, que solo usaban ya los administradores. Nosotros bajábamos y subíamos por las escaleras. Por seguridad, dijeron. A pie, se entiende, las ganas de conversar disminuyen. Solo tenía información de sus administradores y por televisión. Desaparecieron las conversaciones sobre los cambios del tiempo en el zaguán, los saludos somnolientos cada mañana en el garaje, los bizcochos que me obsequiaba la vecina del tercero izquierda, a la que compensaba con tuppers de mis potajes. Lo cierto es que ya no me sobraba potaje, con tanta gente en casa ya ni alcanzaba. De todo lo que entraba de puertas para adentro, incluido los ingredientes, una parte era para el administrador y los suyos. Y cuando tenía el potaje listo, también se servían sus raciones.
Aumentaron los gastos notablemente y pronto mis ingresos no eran suficientes para hacerles frente. El administrador dijo que era necesario pedir prestamos a la comunidad, y se encargó personalmente de los trámites y las condiciones. Cuando lo contó en su canal televisivo me costó entenderlo. Negoció con su colega del quinto derecha la hipoteca de mi casa, con el dinero que recibió a cambio pagó los gastos que los nuevos residentes me habían generado, pero ahora debía seguir pagando lo mismo más las cuotas de la hipoteca.
Como era de esperar, no daba abasto. Mi administrador y su séquito seguían gastando más y más, a lo que había que sumar la nueva deuda. Tuve que buscarme un segundo empleo.
Me pasaba el día trabajando y cuando llegaba al salón, la única parte de la casa que seguía estando a mi disposición, apenas me quedaban fuerzas para dejarme dormir viendo en la televisión a mis acreedores, a mi propio administrador y a sus compañeros de comunidad.
Fue una de esas noches, una en la que llegué especialmente derrotado, cuando le escuché que habían aprobado un nuevo paquete de medidas. Siguiendo las indicaciones de sus colegas de edificio, asumían la gestión del 99% del producto de mi trabajo, al que debía dedicar más horas semanales. Tampoco podía acceder libremente al botiquín de mi casa. A partir de ahora debía pagar cada vez que me curara una herida o tomara una aspirina. La biblioteca, la que empezaron a formar mis antepasados, la que heredé de mis padres y en la que yo mismo invertí años de esfuerzo, tampoco podía consultarla ahora cada vez que quisiera. Vendieron e hicieron desaparecer buena parte de sus ejemplares y para leer también tenía que pagar.
No fue solo el contenido de sus medidas, ni siquiera que no me las anunciara cuando se ofreció como candidato al puesto. Lo que realmente me indignó fue el tono con el que lo dijo. Solo le faltó llamarme gandul e inútil. De hecho, una de sus asesoras se coló en un segundo plano de la pantalla gesticulando un corte de mangas y moviendo los labios enfurecida, vocalizando un evidente “que se joda”.
Me enojé tanto que fui directamente a la habitación principal de mi casa, a la suya. En seguida, sus guardaespaldas intentaron impedirme el paso. Cuando insistí me zarandearon, amenazando con recluirme en el trastero del garaje. Me senté pacíficamente en el suelo, lo más cerca que pude de la puerta de la habitación. El administrador no salía. Solo sus ayudantes de cámara atravesaban aquella puerta con impresionantes medidas de seguridad, como si vieran en mí a un asesino peligroso.
Unas horas más tarde, uno de aquellos enchaquetados salió y colgó en la puerta una pantalla de plasma. A los pocos segundos, aquel hombre gris de frases vacías comenzó a hablarme de transparencia y de las bondades de sus medidas para poder mantener esta forma de vida que habíamos construido juntos. Eso dijo.
El final de este relato depende de ti y de mi,
habitantes expropiados de nuestras vidas.
Buenísimo.
Gracias, Eva
Una buena analogía entre la vida vecinal y la vida política.
Felicidades al autor@, porque describe la realidad política actual de un modo tan veraz y cruel, como si nuestros derechos se hubiesen ido disipando poco a poco; como si nuestros gobiernos ayudados por una crisis global hubiesen ido acorralándonos paulatinamente aunque sin querer que se notara, han sido las circunstancias las que lo han precipitado aún más.
Gracias, Patricia.