Barrio 2: El hombre del carro


El hombre del carro de las golosinas era algo parecido a Paco Rabal en
Los Santos Inocentes. Vestía aquellos trajes de tela gris que siempre parecían sucios. O puede que efectivamente lo estuvieran. También llevaba boina y, no sé si recuerdo o invento, fumaba cigarros virginio sin filtro, por lo que se pasaba el día escupiendo hilachas de tabaco.

Su carro era de tracción humana. Lo arrastraba él. En una maniobra aparatosa lo sacaba y metía de su casa que, como ya conté, era casi tan peculiar como su habitante. En realidad, esas viviendas fueron habituales en los inicios del barrio. Junto a la fachada, todas tenían unas cuantas habitaciones, muchas veces comunicadas por un patio a la intemperie. Las partes traseras de los solares quedaban al descubierto y era común que en esas zonas se criaran animales. Los primeros habitantes procedían de zonas rurales y no hicieron más que reproducir en el nuevo asentamiento urbano las costumbres que traían de sus pueblos.

El hombre del carro de golosinas tenía gallinas y alguna cabra, cuando ya no era frecuente criar animales en el barrio. Junto a ellos atesoraba una palangana, siempre llena de agua turbia, donde se lavaba la cara y poco más.

No tengo conciencia de haberle comprado nunca nada. Mucho menos algo que pensara ingerir. Tampoco creo que vendiera gran cosa. Tabaco y poco más.

Al hombre del carro le gustaba dirigir el tráfico en el cruce de la iglesia. Y hablar de fútbol, explicando con detenimiento sus estrambóticas tácticas que, aseguraba, aconsejaba directamente a los mismísimos entrenadores de la Unión Deportiva.

Medía su inteligencia con la de Manuel, el hijo de la señora de los suspiros. Ése que de viejo siguió siendo niño. Se lo llevaba a la tienda de la esquina, presuntamente de comestibles, donde el producto estrella era el ron, despachado vaso a vaso. En aquellos de culo gordo con una línea roja, como los de la cabecera de Tenderete de hace muchos años. Algo así.

Algo que aprender (?)

Acudí al estreno de Algo que aprender, el nuevo cortometraje de Digital 104, escrito y dirigido por María Eugenia Arteaga, porque en la presentación a los medios de comunicación me gustó el ambiente que se respiraba entre ellos y la coincidencia de todos en resaltar cuánto habían disfrutado con el trabajo. Me apasionan las historias contadas en poco espacio, con pocas imágenes o palabras, y me picaba la curiosidad por descubrir qué nos quería contar aquella joven a la que le temblaba la voz en la rueda de prensa. Una joven que, con ésta, firma ya su séptima película. Por eso no dudé en acercarme al Price.
Es una historia fresca, de dos desconocidos que entran al trapo de las fantasías sexuales sin preámbulos. Algo tan habitual por esos chats del ciberuniverso en los que se refugian millones de soledades. Habla de vacíos, de pasiones y deseos no racionalizados, no aceptados por el discurso moral, pero tan reales que afloran desde que nos los permitimos. Aunque no siempre seamos capaces de digerirlos.

Los dibujos de Adrián Miguel Delgado son el hilo conductor perfecto. No en vano el ilustrador se llevó un largo aplauso de la sala que, para asombro de propios y extraños, estaba repleta de público.

De todas las secuencias, me quedo con dos miradas de Pape Monsoriu. Una, frente al espejo, sin reconocerse en aquel encuentro sexual furtivo. La otra, al volver a casa, tumbada sobre la cama en posición fetal. El vacío.

Barrio (1)


Su universo infantil era una enorme pendiente de la que colgaba un bullicioso barrio. Rebosaba de casas, crecidas junto al puerto, que daban cobijo a las familias de los trabajadores que habían llegado de todas partes de la isla. Unos construían barcos. Otros los cargaban y descargaban. Algunos desaparecían en ellos durante meses, para volver oliendo a sal, con la piel seca y la mirada perdida.


Eran gentes ruidosas las que ocupaban aquellas cuestas. De las que gustan celebrar efusivamente sus alegrías y dedicar llantos sonoros a sus tristezas.


Hasta bien avanzada su primera década, aquellas calles populosas eran un misterio para él. Pasaba los días jugueteando en el interior de su casa. Entre el sótano y la azotea, desde donde divisaba todo el cielo que era capaz de imaginar. Trepando a los miradores más altos, dirigía tripulaciones de fieros bucaneros. O pegaba tiros desde caballos salvajes a lo primero que se moviera. Todo dependía de la temática de la película del último sábado.


Desde aquellos miradores, por el camino de ida y vuelta al colegio o al salir para algún recado, observaba las escenas de la calle, que no dejaban de ser un espectáculo ajeno, como una de las películas de cualquier tarde ociosa.


Había personajes de todo tipo. Hombres de rostros siniestros, mujeres gritonas, niños que daban balonazos entre los coches… Algunos con perfiles peculiares, como el hombre del carro de las golosinas, que vivía en una casa sin tejado, entre gallinas y cabras. Al que le gustaba dirigir el tráfico en el cruce de la iglesia. Y el hijo retrasado de la señora de los merengues. Un hombre mayor que siempre fue niño. Los dos se reunían para demostrarse a sí mismos que el otro era el diferente, pidiendo la opinión de los transeúntes.

(continuará…)

puzzles


Hay momentos en los que lo cotidiano se difumina
Salta en mil pedazos
Se revuelve como un puzzle caído de la mesa

La realidad se convierte en una montaña de piezas que ya no encajan

como si todas hubieran cambiado de forma por su cuenta

Entonces
no queda otra

hay que volver a empezar

Es preciso encontrar nuevos cruces y combinaciones

ensamblar cada cosa en otro lugar
con la incógnita de qué imagen resultará de los nuevos esfuerzos.

Mil rostros


Al levantarse se puso la cara de los jueves. Vistió a sus niños con rostro de madre estresada, imagen que se quitó tras dejarlos en la escuela. Entonces se enfundó en facciones de ejecutiva agresiva, rumbo a la oficina, y sólo relajó el entrecejo en la media hora del desayuno, cuando tocaba ejercer de amigable compañera. La sonrisa iluminaba una mirada comprensiva y solidaria.
Pasados los minutos del descanso volvió a arrugar el ceño, ejerciendo otra vez de devoradora de carne cruda. Poco después suavizó el gesto y dio turno a la mueca calculadora de contable. Tocaba ir al supermercado.

Con los cachetes sonrojados y los ojos casi acuosos, fue a recoger a los muchachos al colegio, ejerciendo una tierna maternidad. De moño recogido y blusa remangada, acabó de antenderlos.

La pose de curiosa intelectual sólo la mantuvo unos minutos, dejándose dormir,con el rostro del día siguiente ya preparado sobre la almohada.


Crías de pato

Las crías de pato siguen a la pata. O a lo primero que vean moverse tras salir del cascarón. Esa impronta tenía un nombre que, aunque estoy seguro memoricé para algún examen, ya olvidé.

A mi generación la amamantaron con el catolicismo. Todo era dios, único y omnipresente. Por todas partes había sotanas y casi todo era pecado. Hasta que descubrimos qué rico era el pecado y aparcamos al dios inculcado.

Pero nadie aguanta mucho rato sin aferrarse a algún sustituto, deambulando a solas por el Universo.

Los hubo que se abrazaron al rock & roll, las drogas y sus derivados. Memorizaron letras en idiomas diversos, ritmos repetitivos que danzaban meneando sus largas y no siempre limpias melenas.

Otros, producto del período de cambios políticos, adoraron a la diosa revolución. Hasta que, como los de Pancho Villa, terminaron por decir que Viva, pero que no viva tan lejos.

Los hubo también que, decepcionados tras numerosos intentos, rebuscaron por mundos recónditos cargados de esoterismo. Vivieron la vida de la forma más sana e inocua posible, dándole sentido con su mera prolongación.

La mayoría, de una forma u otra, se aferró al señor de las cosas. A ése que dicta el único mandamiento de la acumulación de bienes, de objetos que no se sabe bien para qué sirven, si facilitan la vida o sólo la llenan de botones y radiaciones electromagnéticas. Esa fe en la felicidad cosificada. En medir la bondad de las cosas atendiendo a las cifras de su factura. A vivir para trabajar. A trabajar para tener.

En estos días, sobre todo esta semana, presenciamos la elevación a los altares de un nuevo Mesías. Uno que ha hecho confluir en su persona la esperanza de millones de anhelos. Todos hemos oído, visto y leído infinidad de interpretaciones y análisis minuciosos hasta la paranoia. De su discurso, de su vestimenta, del más ínfimo de sus gestos… No añadiré ni una letra más al respecto pero, la verdad, chiquito papelón el de Obama.