reflejos

Imagen: Saulo López.
El puerto de Granadilla, el PGO de Santa Cruz de Tenerife, la perversa desprotección de la biodiversidad en Canarias, el proyecto de Ley de Función Pública… Más motivos que manifestantes. 
Hay quien le echa las culpas a haber centrado la convocatoria de la protesta del pasado 26 de junio en internet, abandonando el puerta a puerta, asociación a asociación, barrio a barrio. Fuera por lo que fuere, no recuerdo una concentración tan minoritaria desde mi época estudiantil, casi casi que desde el instituto. 
Todos parecemos convencidos de algo: sobran los motivos. Así todo, la calle estaba vacía.
No comparto los discursos rimbombantes de cambio total, me huelen a moho, pues los vengo escuchando desde hace más de treinta y tantos años. Tal cual, sin apenas mover una coma. Y no soy de los fundadores de esta movida, ni por asomo. De cualquier forma, no es sano dejarse robar, estafar, mangonear, especialmente cuando es tan explícito y evidente que casi no queda nadie que no sea consciente de semejante escarnio, sin el más mínimo pudor. El silencio en estos casos tampoco es sano. Es por eso que reivindico y echo en falta el ejercicio colectivo del legítimo derecho al pataleo.

Qué le voy a hacer, ya poco me queda, perdida la confianza en la honradez humana, la de ese bicho capaz de corromperse y traicionar desde que de lejos huele y ensaliva el poder.

También por coherencia teórica. Suponer que con un giro en las elecciones, un cambio de gobernantes, de leyes, de sistemas, de modelos…, de lo que quieran cambiar, íbamos a pasar a un estado cuasi divino, paradisíaco, donde todas las luchas de poder y las injusticias estén neutralizadas, no sólo es patética inocencia infantil,  puro populismo, sino que hasta contradice el materialismo dialéctico del venerado Karlitos. Los puristas dirán.
Con todo, me resulta necesario, imprescindible, el ejercicio de la protesta, aunque sólo sea por la dignidad de no sentirnos tan idiotas ante el descaro ajeno. Por eso, me resulta tan gráfica a la vez que preocupante la imagen que tomó Saulo en el espejo, la que nos devuelve el reflejo de la sociedad que formamos, de lo que somos.

políticamente incorrecto

Más de una vez escribí que las cosas que no tienen nombre, de las que no se habla, en las que no se piensa, no existen o acaban desapareciendo. Estaba convencido desde entonces de la importancia de las palabras para conocer el mundo, discriminar, sentir, pensar sobre objetos, procesos, emociones… Así y todo, mantuve y mantengo que existen cuestiones en las que más vale no pensar, en las que mejor no ahogarse, básicamente, porque su solución o evolución escapa de nuestro alcance, no está en nuestras manos.



Estos días, leyendo a Arnold Mindell, un gurú de la conflictología, encontré la cita que reproduzco al final y me llevó a deshacer el mismo ovillo hasta reconocer que el silencio también es aliado de las situaciones injustas, de las batallas eternas, que perpetúa las diferencias al hacerlas invisibles, negándolas. En muchas ocasiones es preciso reconocer la existencia del conflicto, del otro, de la diferencia, instalarlos en lugar visible y afrontarlos a plena luz.

En el terreno social, esta lectura desmonta la presunta idoneidad del lenguaje políticamente correcto, tan aparentemente progresista.
«La corrección política -la idea de que la gente no debería ser racista, sexista, antisemita, homofóbica, etc.- olvida que los prejuicios no tendrían por qué prohibirse si no existieran. La corrección política lleva a ocultar los prejuicios. La gente que pertenece a una minoría política o a un grupo marginado se siente paranoica porque la corrección política oculta la dominación bajo el subsuelo, haciendo que sea más difícil trabajar con ella
MINDELL, A. Sentados en el fuego. Editorial Icaria. Barcelona, 2004

erre de reinventarnos

De las muchas facultades humanas, me fascina de modo especial la de renacer: la capacidad de reconstruirnos, de superar los malos tiempos y las caídas, de reinventarnos para seguir adelante.
Como estrellas de mar, como rabos de lagartija, tenemos la posibilidad -no siempre indolora, me temo- de volver a levantar el castillo de arena que se llevó el último oleaje.
Tan sólo que, si no aprendemos, si nos limitamos a reproducir diseños, materiales, esquemas… corremos el serio peligro de caer derrumbados por la próxima marea. 

Rituales macabros

Hoy tuve doble cita con la muerte. 
Este viernes, 18 de junio de 2010, murió José Saramago. También se celebró el funeral  por la amiga Marga. 
El primero deja una obra extensa, numerosas reflexiones y análisis críticos sobre los siglos que le tocó vivir, sobre el pensamiento y la injusticia de las sociedades humanas.
La segunda, una familia desolada que encabezan dos hijas desorientas, que ni juntas suman la mayoría de edad. También a un montón de amigos.
A Saramago le harán numerosos suplementos, programas especiales, reportajes en todos los soportes y, por supuesto, las editoriales volverán a hacer caja con las sucesivas reediciones de sus novelas.
A Marga le celebraron una misa a la que acudí esta tarde, donde reviví el ritual masoca de la religión católica en torno a la muerte.
Mi incursión por la obra del luso fue desigual. Me gustaban más sus intervenciones públicas, sus posicionamientos y análisis preclaros sobre los muchos conflictos contemporáneos. En sus libros naufragué, por su, en mi personalísima opinión, espesa escritura. Para gustos, colores. Las tesis de sus textos, básicamente, las comparto. El que sí me cautivó hasta el final fue su Evangelio según Jesucristo, donde lo presenta como un personaje de lo más humano, mucho más creíble que al que adoran los curas.

De todas formas, tengo que reconocer que el cura del funeral de Marga era un tipo especial. Dejando a un lado la parafernalia del ritual, de modo especial, el mal gusto en la elección de las canciones y repetidas alusiones a la muerte como salvación -¿cómo se le puede decir semejante barbaridad a una primera fila con dos niñas ahogadas en lágrimas por el incomprensible, para ellas, abandono de su madre?, ¿a la madre y hermanos de la fallecida?, ¿a su pareja?-, así todo, el cura en cuestión, el que dirigía el rito, me sorprendió con numerosos referentes culturales nada habituales en los tipos con sotana que escuché de pequeño. Citó a Saramago, y hasta le dio la razón en sus críticas a la biblia, claro que reinterpretando al portugués a su gusto, ¿cómo no? Seguidamente se aventuró en una explicación teocéntrica del requiem de Mozart, para acabar recomendando el regalo más grande, de Tiziano Ferro.
Ante semejante exhibición, no pude reprimir mi impulso de acercarme a felicitarlo por su discurso. Desde la pose propia de su rol, me lo agradeció, si bien perdió fuelle al reconocerle que mi sorpresa la causó su repertorio cultural, ya que no compartía la esencia de sus palabras. Ante la imposibilidad de reevangelizarme, se despidió.
El segundo cura, aunque tuvo menos minutos, no desaprovechó la oportunidad de dejarme boquiabierto. Entre sus lecturas, hubo una que me conmocionó sobremanera: «En el cielo no hay polillas ni carcoma ni ladrones que hagan boquetes para robar». Estoy pensando en mudarme, así que buscaré por ese barrio.
Metafísicas aparte, puedo compartir la necesidad de colectivizar el adiós a los muertos, también de manifestar el dolor en gruupo. De todas formas, hay actos sociales que me resultan especialmente crueles, hirientes, lacrimógenos. La verdad es que no le encuentro maldita utilidad.
Adiós Marga.
Adiós Saramago.

oda a mi mano derecha

A ti, mano derecha, es a quien hoy echo en falta.
A ti, que dibujaste mis primeros garabatos y supiste traducir en letras mis desconciertos.

A la que nunca levanté en las manifestaciones, con la que me cepillo los dientes y cambio las marchas del desvencijado coche, la que lleva a mi boca la comida, el cigarro, la cerveza… La que abre y cierra la cafetera, buf, cuánto te añoro.

A la que sabe encontrar los rincones secretos de mis placeres… con la que exploré cuerpos ajenos y otras espirales.
A ti, que me afeitas y firmas, me enjabonas, me limpias, me sacas los mocos. Con la que friego, hago clikear el ratón y disparo mi cámara. La que gira las llaves, abriendo puertas.
A la que hace rebotar las piedras sobre la marea, la del corte de mangas, el saludo formal – sonrisa plástica y “encantado, ¿qué hay?, ¿qué tal?”-, la del “chócala pibito”.
La mano del adiós, adiós ilusión querida (1).

A ti, mano derecha, te echo estos días tanto de menos, que no hago más que esperar tu regreso, pues ¿por qué no te he de amar, cuerpo en que vivo? (2)
(1) De Domingo Hernández, mi abuelo.
(2) De Domingo Rivero, en Yo, a mi cuerpo.